Desde los orígenes de nuestra especie, los seres humanos han buscado su seguridad en el seno del grupo al que pertenecían y han desplegado una serie de instituciones distribuidas en tres grandes niveles, el micro, en el que situaríamos las relaciones familiares, el meso referido a las organizaciones sociales, profesionales, ocupacionales, etc., y el macro, donde tendrían cabida las relaciones políticas y militares. En un contexto globalizado la seguridad es entendida por los estados y las organizaciones supranacionales, no como un sentimiento vital para las personas, sino como una estructura que funciona como una especie de panóptico en el sentido de Foucault (Antón Hurtado y Ercolani, 2013). A los estados democráticos se les suponía la obligación de garantizar la protección del derecho a la libertad de sus ciudadanos. Sin embargo, ese compromiso se incumple cuando se concede valor autónomo a la seguridad como estructura y se relativiza legalmente el concepto de libertad creando espacios intermedios sin garantías constitucionales. Los actuales poderes fácticos a escala mundial cimentan su poder en la desconfianza. Estamos ante la escenificación de una lucha de todos contra todos como la expresión más plausible de un proceso de regresión a etapas de convivencia más primitivas (Antón Hurtado, 2015) en clara alusión al concepto de retropía propuesto póstumamente por Bauman (2017).