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¿Monstruos con rostro humano? Reflexiones acerca de la violencia sexual y la cultura de la violación

 

VIOLENCIA SEXUAL

Miles de titulares sobre violencia sexual, violaciones y pederastia nos rodean a diario. En muchos de ellos, se habla de los agresores como “monstruos”. Existe la convicción de que solamente seres alejados de lo humano son capaces de realizar este tipo de actos. Bajo esta premisa, dichos monstruos constituyen una aberrante excepción, irrumpiendo en la normalidad cotidiana. Pero, ¿realmente es así? ¿Son los violadores, acosadores y pederastas figuras “patológicas” y “anómalas”? ¿Hasta qué punto podemos hablar de “hechos aislados” perpetrados por hombres “enfermos” en lugar de un problema estructural resultante de una sociedad cisheteropatriarcal?

El pasado septiembre de 2024 el caso en Francia de Gisèle Pelicot conmocionó al mundo. Durante décadas, su marido Dominique la sometió a somníferos y organizó su violación por parte de otros hombres. Cincuenta y un (51) fueron acusados, de entre 26 y 68 años, con familia y todo tipo de empleos (bomberos, camioneros, farmacéuticos, obreros, periodistas, etc). Aceptaban siete de cada diez hombres a los que Dominique les propuso. Los restantes jamás denunciaron lo que ocurría (BBC, 2024; Delgado, 2024; Porter, 2024; Reguero, 2024).

La activista feminista Anna Toumazoff aseguraba que “la banalidad de los perfiles de los violadores hace que este caso sea tan único y chocante para muchos (…) Derriba el mito de que el violador es un psicópata... violaban porque estaban seguros de su impunidad” (BBC, 2024). Precisamente bajo la consigna de “la vergüenza debe cambiar de bando”, Gisèle Pelicot decidió abrir el juicio al público, para que conociéramos los diversos (y humanos) rostros de sus agresores.

El mismo mes de septiembre descubrimos que la atleta ugandesa Rebecca Cheptegei fue asesinada a manos de su pareja en Kenia, quien le prendió fuego con gasolina, provocándole quemaduras en el 80% del cuerpo (ElPaís, 2024). Se hizo eco la prensa internacional, ya que la atleta acababa de participar en los Juegos Olímpicos de París.

Estos casos demuestran hasta qué punto se extiende la violencia de género y la cultura de la violación. Esta última la podemos entender como la manifestación de abusos sexuales en todas las esferas sociales, incluyendo en lo cotidiano. Cabe señalar y atender a cómo la mayoría de agresores se encuentran en los entornos más cercanos a sus víctimas, siendo familiares, amigos, parejas o conocidos. Según un estudio realizado en España el año 2022 el 80% de agresores sexuales son conocidos por sus víctimas y no presentan antecedentes penales previos (RTVE, 2022). Unos resultados similares son recogidos por un estudio de Save The Children (2023) acerca del abuso sexual infantil en 2017: el 80% de los agresores forman parte del entorno cercano.

La cultura de la violación es también aquella que ayuda a normalizar, encubrir o justificar las acciones de los agresores. El exalcalde de Vita (Ávila), Antonio Martín Hernández, cantaba una canción con apología de la pederastia y la violación en un escenario, mientras se quejaba de la poca efusividad de su público (vídeo disponible en la plataforma de DailyMotion), cuya letra incluía: “Me encontré una niña sola en el bosque, la cogí de la manita y la llevé a mi casita, la metí en mi camita, la subí la faldita, la bajé la braguita”. Fueron entidades feministas las que denunciaron el hecho y mostraron el video.

La misma complicidad y encubrimiento hizo posible que el estadounidense P. Diddy (Sean Combs) organizara fiestas en Hollywood con sustancias químicas y donde se produjeron violaciones (Jacobs y Sisario, 2024). También permitieron que Lluís Gros abusara a menores, tal y como se recoge en el documental Cómo cazar a un monstruo de Carles Tamayo (2024). En estos casos, hombres condenados tras largos años de impunidad gracias a ejercer su poder.

Igualmente, este tipo de actos se cometen bajo la mirada de otras personas. Sucedió en el abuso sexual del futbolista Hugo Mallo hacia la mujer que trabajaba como mascota en el equipo donde jugaba, el Espanyol. Lo hizo en el pasamanos de un partido en el 2019, delante de miles de aficionados (López, 2024).

No olvidemos a Mari Carmen Fernández, quien continúa desaparecida después de un año. Camarera en el buque oceanográfico García del Cid del Consejo Superior de Investigaciones científicas (CSIC), desapareció tras ser obligada a embarcar junto a su compañero y agresor. Una investigación de Ana María Pascual (2024) puso de manifiesto el acoso sexual y actitudes machistas sistemáticas en el organismo científico, de las cuales Mari Carmen habría sido una víctima entre muchas.

En ocasiones, esta cultura de la violación y la violencia sexual motiva a cometerlas manera grupal. Lo observamos en el caso de Gisèle Pelicot, pero también en el de la famosa “Manada”. Como recordaremos, se trata de una violación múltiple que ocurrió en el año 2016 durante las Fiestas de San Fermín en Pamplona, registrada en video. Los hombres condenados fueron defendidos por una parte de la opinión pública (Público, 2019).

Los agresores a menudo son denominados “monstruos”. ¿Por qué? Aparece de manera recurrente en la cobertura mediática o en las plataformas digitales. Foucault, en su obra Los Anormales (2001, Akal), analiza a individuos percibidos socialmente como “peligrosos”, denominados “anormales” en el siglo XIX. Entre ellos, distingue a los “monstruos”, los cuales se sitúan fuera de los límites de las leyes de la naturaleza y las normas de la sociedad.

Cuando etiquetamos a agresores y violadores como “monstruos”, les estamos atribuyendo una condición de excepcionalidad. Se les retrata como seres que actúan al margen de la sociedad, ajenos a sus normas y actuando por puras pulsaciones erráticas. La noción de “monstruo” permite a la sociedad mirar hacia otro lado. Desentenderse y eludir reconocer que, en lugar de la excepción a la norma, son precisamente síntoma de una cultura cisheteropatriarcal que permite y refuerza estos comportamientos. El problema no radica en la “anormalidad” de los agresores. Tampoco en una condición de figuras “enfermas”, tal y como se les atribuye. Una patologización que podría tener que ver con la “deriva psicologicista” de las últimas décadas, una tendencia expuesta por Patrícia Bertolín en un artículo anterior bajo el mismo título (Bertolín, 2023).

Ante todo lo comentado anteriormente, no sorprende la aparición de la consigna y hashtag en redes sociales “Not All Men” (”No todos los hombres”, en español). Empleado como emblema en sectores machistas y conservadores, se ha convertido también en un movimiento en respuesta a los discursos feministas. Especialmente, ante la incomodidad que suscitan análisis feministas de la violencia sexual, destacando que es la cultura de la violación la causante, y no tratándose de casos “aislados” y anecdóticos. Añadiría que este lema es constantemente espetado ante cualquier crítica y denuncia de agresiones sexuales de manera instrumental. De la manera en que se emplea, parece que duela más evidenciar que la mayoría de agresores son hombres, que el hecho de que ocurran tantas violaciones y abusos. En vez de poner el foco en el crimen cometido y, sobre todo, la necesidad de buscar soluciones efectivas, se transmite la idea de que denunciar estos casos es afirmar de manera rotunda que todo hombre es agresor por el hecho de ser hombre. Una respuesta defensiva con un enfoque individualista en el que lo importante es no herir “sensibilidades” en lugar de analizar de manera crítica la violencia sexual. Desde los movimientos feministas, se señala que los violadores no lo son por ser hombres, sino por haber sido educados como tales en la cultura de la violación.

Continuar hablando de la violación o la violencia sexual como actos cometidos únicamente por “monstruos” o “enfermos” solo sirve para perpetuar la idea de que son excepciones o “accidentes”. No obstante, son manifestaciones de una cultura que mantiene, refuerza y legitima la violencia sexual hacia mujeres, niñas y niños. No ayuda buscar explicaciones patológicas o etiquetar estos sucesos como anomalías aisladas. Esta perspectiva solo distrae de un problema estructural complejo y profundo ante el que debemos asumir la responsabilidad colectiva. Solo así podremos dar pasos hacia la justicia para las víctimas y ofrecer soluciones efectivas para prevenirlo.

Los agresores no son monstruos, son tan humanos como el resto. Tanto como tú, quien me lees, como yo misma. En todo caso, el monstruo es el sistema que les protege.

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