Cuando inicié mi trabajo de campo entre los miembros de la Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (conocida popularmente como
Iglesia Mormona), allá por el año 2018, sentí miedo. Miedo a lo diferente,
miedo a adentrarme en un espacio hostil donde el mal menor sería salir de allí
bautizada y con la cabeza hecha papilla, esto es, ser víctima de uno de esos
lavados de cerebro tan populares. Porque, por supuesto, aquello era lo que
hacían las sectas. (...)
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