Llegué a Cuba a principios de diciembre de 2016. Acaba de morir Fidel Castro, y su urna funeraria y motorizada todavía no había alcanzado Santiago. La venta de bebidas alcohólicas seguía prohibida, y la edición del Granma del 26 de noviembre se había convertido ya en objeto de coleccionista. En La Habana, la gente no especulaba con la situación política, y menos ante un español recién llegado. Mientras esperaba que me contactara mi gatekeeper particular, entretenía los días con largos paseos y agradecía la amabilidad de mi hospedadora. (...)
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