Una de las
grandes y conocidas contribuciones de la antropóloga Ruth Benedict en los
últimos meses de la Segunda Guerra Mundial consistió en cimentar las prósperas
y duraderas relaciones entre Japón y Estados Unidos tras las atrocidades del
conflicto. Su asesoramiento a la Administración de Franklin Roosevelt sirvió para
que se mantuvieran intactos el Palacio y la Dinastía Imperial de Japón. Tras el
brutal bombardeo de Tokio, su consejo permitió respetar uno de los más
importantes símbolos de la cultura enemiga. Con acciones de esta índole, tras
la guerra el adversario se convirtió en aliado; y a la vista de las barbaries que
sufrió, como las de Hiroshima y Nagasaki, ese logro no fue nada despreciable. Benedict
sabía bien que gestionar los símbolos de una cultura era una forma de eliminar el
germen de un proceso repetitivo e indefinido en el tiempo hacia las escaladas
bélicas, aquello que Gregory Bateson acuñara con el término de esquismogénesis.