Coincidiendo con la implantación de los estudios de Grado en Antropología social en el Estado español y el discurso aparejado acerca de la profesionalización de la antropología social, escucho cada vez con más frecuencia discursos situados en una antropología “militante”, “activista” por parte de los y las estudiantes de Grado y Postgrado. Esta antropología, plantean, sólo podría llevarse a cabo fuera de la academia. Pareciese con ello, que el alumnado se estuviese proyectando en un modelo ideal de antropólogo/antropóloga, sobre el que se sedimentan una serie de ideas, del tipo: no debería cobrar por su trabajo, como si este hecho en sí mismo le hiciese más “puro”, no debería estar financiado por ningún tipo de entidad pública o privada; tendría que dejar de lado sus conocimientos a fin de diluirse con los otros y establecer una forma más horizontal de relacionarse y por su puesto hacer antropología en “casa” en aquellos contextos en los que el antropólog* es uno más y por tanto el otro no es un “sujeto de investigación”, sino un co-laborador o co-partícipe.Con esta comunicación me propongo compartir algunas reflexiones surgidas desde mi práctica investigadora como feminista y docente suscitadas desde el diálogo que mantengo especialmente con el alumnado de la asignatura optativa del Grado en Antropología social denominada “Formación para la práctica Profesional de la Antropología social” y que vengo impartiendo desde el curso 2013/14 en la Universidad de Granada.